domingo, 15 de julio de 2007

LOS NIÑOS DE NARIHUALA

(*) Texto y fotografía: Reynaldo Cruz Zapata.

El panorama es apacible. Los hombres y mujeres recogen la cosecha de algodón. Los niños juegan y beben chicha, miran con curiosidad. A lo lejos sobre la fortaleza se puede ver la iglesia. El silencio me hace sentir culpable de inmiscuirme en su reino, de osar interrumpir su tranquilidad.

Después de 14 kilómetros desde la ciudad de Piura, y 2Km desde Catacaos siguiendo la pista asfáltica del Bajo Piura se llega al caserío de Narihualá. Aquí la serena vida de su gente lo invita a uno a encontrarse con una armonía mística antes de llegar a la huaca del mismo nombre, que es la más importante evidencia arquitectónica en adobe de la etnia tallán.

En la entrada nos recibe un guardián ancestral acompañado de su perro. El pueblo se dedica a la agricultura y a la producción de sombreros de paja toquilla. Cada 6 de enero se celebra la Bajada de Reyes, con una danza y música de mezcla aborígenes y mestizas; en esta fiesta se degusta el copús, el pepián de pavo, la chicha de jora y el clarito.

Narihualá significa ojo grande que avizora en la lejanía, me explica Pascual Taboada, un niño de seis años que oficia de guía en el museo de sitio, de cerca Jeanpier Valverde, uno año menor que su compañero lo mira de cerca, inmóvil como para aprender. Los dos dicen que desde el año pasado realizan esta labor. Ellos son los cronistas de nuestros días, los niños que han aprendido su historia sin mirar libro alguno.

“Aquí tenemos…”, me explica Pascual objeto por objeto, palabra por palabra los principales hallazgos que se encuentran en la sala. No puedo concentrarme en lo que dice, lo que me explica no se enseña ni en la universidad. Los historiadores dirían Narihualá fue el centro ceremonial y administrativo de la floreciente cultura Tallan, donde agricultores, artesanos y pescadores se extendieron por gran parte de la costa norte del Perú y otros rollos más.

También dirían que el centro arqueológico Narihualá está constituido por riscos artificiales de diversa magnitud y alturas variables destacando de todos ellos la huaca principal cuya extensión abarca 6 Has. con una altura máxima de 40m lineales, y cuestiones teóricas no más importantes de lo que me cuenta este pequeño, que quizá sólo se ha aprendido de memoria lo que dice.

Pregunto a los pequeños como le hacen para explicarles a los turistas que hablan otro idioma, se sonríen, se miran entre ellos, igual me dicen, mientras juegan con una tinaja, “Hay que sacarle el veneno, dice la abuelita” me explica Pascual la fotografía de una anciana bebiendo chicha en un poto: “si es chiquito es cojudito” expresa, mientras esboza una leve sonrisa.

Hemos terminado el recorrido del Museo de Sitio, donde se puede apreciar textiles, metalurgia, cerámica, tipología de adobes, además de información relacionada con la costumbre y tradición de la población actual. Pascual y Jeanpier me dicen que más allá ya no puedo seguir, mientras tanto miro a los perros sin pelo descansar placidamente cerca de la huaca.

El silencio me da la impresión que no encajo en esta postal, debo marcharme, dejar a los niños ensañando su papel de cronistas, dejar a todos tranquilos, romper el papel en donde he apuntado los datos, obviar tomar unos fotografías a los niños que juegan en las arenosas calles, volverme al ruido de la ciudad, dejarlos que sigan existiendo como siempre, como hasta hoy.

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