Escribe: Dany Erick Cruz Guerrero
¿Cuánto tiempo rodó sobre la vida mientras yo abría la puerta de calle en una noche clara y subía las escaleras, llegaba a la puerta de mi cuarto y tenía el cuidado de encajar la llave en el candado para encontrarme con una llovizna punzante en mi ventana? ¿Son, en efecto, nueve las jovencitas reunidas en torno a Apolo para custodiar las artes y las humanidades? Es que la noche me ha enseñado que con las Musas nunca se sabe, a pesar de lo mucho y variado que sobre ellas dicen los poetas, los diccionarios, las enciclopedias y elrincondelvago.com. Las Musas son antojadizas y engreídas como quinceañeras reggaetoneras, capaces de ponerse a bailar apretaditamente con un completo desconocido y embeberlo, por así decir, tomarlo en prenda y darle claras señales de que la vida es bella; pero también son capaces, por otro lado, de mostrarse bandoleriles y quién sabe si no confabulan para arrancarle al susodicho el riñón y otras vísceras, dejándolo medio muerto. Las quinceañeras, pues… digo, las Musas nada tienen de inocencia, a lo sumo un postizo recato mal disimulado. Son sumamente implacables, pero, sobre todo, impecables. ¡Qué se van a manchar ellas –me refiero a las Musas– con la torpe y melancólica bohemia de los solitarios y los poetas verdaderos como las palomas verdaderas y sin bohemia! Las Musas son vampiros silenciosos midiendo sus pasos sobre la hierba de la vida para dar el zarpazo final y dejarlo a uno con la boca abierta frente a cualquier manifestación floril o arreglo parecido. ¡Ay de quien sepa sus nombres! ¡Ay de quien encuentre solamente a ocho! ¡Ay quien crea que la novena es Safo! ¡Ay que la décima es Sor Juana! ¡Ay de quien diga que serían el once ideal! ¡Ay que sería un once sin suplentes! ¡Ay de quien confunda Cuculí, Vicuñita u otras bestias con las Musas! ¡Ay de quien viva en Barranco…!
¿Cuánto tiempo rodó sobre la vida mientras yo abría la puerta de calle en una noche clara y subía las escaleras, llegaba a la puerta de mi cuarto y tenía el cuidado de encajar la llave en el candado para encontrarme con una llovizna punzante en mi ventana? ¿Son, en efecto, nueve las jovencitas reunidas en torno a Apolo para custodiar las artes y las humanidades? Es que la noche me ha enseñado que con las Musas nunca se sabe, a pesar de lo mucho y variado que sobre ellas dicen los poetas, los diccionarios, las enciclopedias y elrincondelvago.com. Las Musas son antojadizas y engreídas como quinceañeras reggaetoneras, capaces de ponerse a bailar apretaditamente con un completo desconocido y embeberlo, por así decir, tomarlo en prenda y darle claras señales de que la vida es bella; pero también son capaces, por otro lado, de mostrarse bandoleriles y quién sabe si no confabulan para arrancarle al susodicho el riñón y otras vísceras, dejándolo medio muerto. Las quinceañeras, pues… digo, las Musas nada tienen de inocencia, a lo sumo un postizo recato mal disimulado. Son sumamente implacables, pero, sobre todo, impecables. ¡Qué se van a manchar ellas –me refiero a las Musas– con la torpe y melancólica bohemia de los solitarios y los poetas verdaderos como las palomas verdaderas y sin bohemia! Las Musas son vampiros silenciosos midiendo sus pasos sobre la hierba de la vida para dar el zarpazo final y dejarlo a uno con la boca abierta frente a cualquier manifestación floril o arreglo parecido. ¡Ay de quien sepa sus nombres! ¡Ay de quien encuentre solamente a ocho! ¡Ay quien crea que la novena es Safo! ¡Ay que la décima es Sor Juana! ¡Ay de quien diga que serían el once ideal! ¡Ay que sería un once sin suplentes! ¡Ay de quien confunda Cuculí, Vicuñita u otras bestias con las Musas! ¡Ay de quien viva en Barranco…!
Hay que alejarse, por tanto, de la creencia de que las Musas son portadoras de la belleza y puentes que comunican con la trascendencia y la eternidad, pues hay que estar al ritmo de los tiempos y rechazar toda afirmación y todo cuento que provenga del platonismo. ¡Es imperativo buscar musas posmodernas! (casi digo brujas). Así, pues, negada toda metafísica las musas devienen enseres inservibles, a lo mucho exóticos. Antaño hacían gala de espontaneidad y acudían a la invocación de quien se manifestaba desamparado en el trance poético. Luego hubo que enviar una solicitud por triplicado para su aprobación en quién sabe qué oficina y esperar el cumplimiento de los plazos previstos. Mientras tanto las Musas fueron privilegio de mafiosos, matones, cafichos y hasta clérigos. El contacto que el vulgo tenía con las Musas era, además, poco menos fluido que el mantenido con los mejores vinos de parajes lejanos e idílicos. En otras palabras, néctar y ambrosía para quienes conocían las claves correctas de la invocación y, por otro lado, chicha o algún otro barato preparado para quienes creían que la presencia de la Musa era la presencia de la Pacharaca.[1]
Las Musas ahora reposan en el traspatio mientras los poetas se esfuerzan empeñosos en mantenerlas alejadas mientras ellos permanecen a buen recaudo. Entre la estricta disciplina y la pura inspiración, optan por la negligente despreocupación y el malditismo, la denuncia panfletaria y la bragetería cucufata. En la estricta disciplina aprecian al severo crítico que ataranta con tanta erudición y el artificioso malabarismo de categorías conceptuales como si estas fueran hornacinas reservadas en exclusiva a un único santo. Y aunque los poetas no quieren parecerse a dicho crítico, terminar por verse con los mismos anteojos. Por otro lado, los que se entregan a la pura inspiración no vacilan en entregarse a las asociaciones más o menos arbitrarias como el fluido y hermoso grito del cobrador cuando enumera las avenidas y los lugares de la ruta, y cuyo objetivo principal es la eficacia comunicativa y no el de hacernos partícipes de una concepción de belleza, que sin duda puede percibirse si uno se muestra dispuesto a ello. Las Musas, pues, están más allá de todos los “ismos” y las editoriales.
En su juventud, Borges se propuso nombrar de una manera inédita la porción inédita de la realidad. Ya cercano a los ochenta años pensaba que acaso la totalidad de la obra de un escritor se justificaba en la belleza de un solo pasaje, de un solo verso que, paradójicamente, dejaba de pertenecerle porque lo bello es de todos y de nadie. Pero la consecución de ese único pasaje, ese único verso, no es producto solo de la voluntad ni del trabajo metódico, sino además de la participación de las Musas, vale decir, del talento, de la sensibilidad particular que siempre que se expresa encuentra una forma peculiar para hacerlo. El acceso a la belleza, ciertamente, no es privilegio de unos pocos, pero su aliento democrático no alcanza en igual medida a sus productores. De lo contrario, todos podríamos escribir como Cervantes, pintar como Dalí y actuar como Chaplin.
Esta manera de entender a la Musas, además, desborda las consideraciones respecto de la inspiración. Más que de una manifestación imprevisible e irremediable, se trata de una posesión interior, propia y permanente que empuja a una búsqueda constantemente de la expresión más cabal de los sentimientos que produce dicha posesión: un ir de uno mismo hacia uno mismo que hace que uno sea su propia Musa. Pero se trata de un uno colectivo y universal, pues siendo hombre este uno se expone a las fabulaciones cósmicas del universo. Esto no supone que los detalles salgan sobrando. Por el contrario, en el arte en general los detalles –los rasgos estilísticos, finalemente– son de suma importancia; mas no únicamente por lo que ellos pueden significar por sí mismos, sino por lo que poseen y expresan de universal. Y las Musas, ciertamente, son universales porque están antes y después del poema, siempre con el poeta: lo que percibimos los lectores son meros atisbos, la pálida alquimia de las Musas.
Pueblo Libre, 21 de julio de 2007.
[1] Cfr. Reisz de Rivarola, Susana. Arrabales del Parnaso. Literatura entre néctar y chicha. En: Hueso Húmero 20: 93-108 (Ene-mar, 1985)
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